Informaciones Psiquiátricas - Primer trimestre 2001. Número 163

Duelo y pérdida corporal

José Luis Lillo Espinosa
Psiquiatra Consultor. MIDAT-MUTUA. Barcelona

Trabajo presentado al II Congrés d’Atenció Primària i Salut Mental.
Celebrado en Barcelona, febrero de 2000.

RESUMEN

Se suele asociar el concepto de duelo a la labor mental que realiza una persona ante la pérdida de un ser querido. En este trabajo se describe la vivencia de dolor psíquico ante un pérdida de una parte del cuerpo ocurrida súbita y accidentalmente. Para ello se destaca la formación del esquema corporal, base de la identidad personal y del núcleo del Yo. Se estudia la interrelación cuerpo-mente para comprender mejor los efectos de esa pérdida y las fases y características por las que transcurre el proceso del duelo como labor psíquica. Se consideran las cualidades traumáticas de los accidentes que causan amputaciones y pérdidas corporales significativas y las reacciones de los pacientes, deteniéndonos en la importancia de la tarea que se impone al psiquismo consistente en intentar dominar, canalizar, metabolizar y dar salida encauzada a esas ansiedades de muerte que han irrumpido violentamente. Estudiamos en detalle los fenómenos oníricos y la presencia del fenómeno del miembro fantasma. El dolor del miembro fantasma es el dolor de la memoria o la memoria del dolor. Se ilustran los conceptos descritos mediante las viñetas clínicas de dos pacientes que habían sufrido pérdidas corporales en sendos accidentes. Se concluye que la ayuda terapéutica que debemos prestar a estos pacientes tiene por objetivo una reorganización emocional que atenúe su dolor psíquico, transformándolo en saber y aceptación tolerante de la pérdida, convirtiendo ese saber y tolerar en contenido de vida para el porvenir.

Palabras clave: Esquema corporal. Duelo. Pérdida corporal.

ABSTRACT

The mournig concept is usually associated to the mental labour that carries out a person in front of the loss of a loved being. In this work it is described the psychical pain experience in front of a loss of a one part of the body ocurred sudden and accidentally. For this it is underlined the corporal schema formation as basis of personal identity and the Ego nucleous. It is studied the body-mental interrelation to understand better the effects of this loss and the stages and characteristics that the mourning process goes off as a psychic labour. They are considered the traumatic qualities of accidents that cause amputations and significant body loss and the patient reactions, stoping us in the importance of the task that is imposed to the psychism and that consists in to try to control, to canalize, to metabolize and to give a channel departure to these anxieties of death that are irrupted so violently. We study in detail the oniric phenomenon and the presence of the phantom member phenomenon. The phantom member pain is the pain of memory or the memory of the pain. The described concepts are illustrated with the help of clinical vignettes of two patients that had suffered each corporal loss in accident. It is concluded that therapeutic help we must lend to these patients has as objective an emotional reorganitation that lessen their psychic pain changing it in knowledge and tolerant acceptance of the loss, converting this knowledge and being tolerant with the life content for the future.

Key Words: Bodily schema. Bodily loss. Mourning.

¿Tú sabes lo que es el dolor fantasma?
Dicen que es el peor de los dolores. Un dolor que llega a ser insoportable. La memoria del dolor.

Manuel Rivas

INTRODUCCIÓN

Estamos acostumbrados a asociar el concepto de duelo a la labor mental que tiene que realizar un individuo ante la pérdida de un ser querido. Esta no es la única vivencia de dolor psíquico ante una pérdida. Quisiera centrarme en estas líneas en una pérdida específica, desgraciadamente cada vez es más frecuente: la pérdida de una parte del cuerpo o de una función corporal ocurrida accidentalmente, excluyendo de estas situaciones aquellas que corresponden a una intervención médica ante un proceso patológico, siendo en estos casos la pérdida corporal resultado de una decisión terapéutica. Las pérdidas que quisiera recoger aquí serían aquellas mutilaciones, amputaciones o pérdidas funcionales acaecidas súbita e inesperadamente en circunstancias accidentales. Quisiera, también, estudiar la labor de duelo que debe enfrentarse y detenernos en algunas de sus vicisitudes, ilustrándolas con algunas viñetas clínicas.

LA IMPORTANCIA DEL ESQUEMA CORPORAL

Será necesario detenernos en el estudio de la importancia y significación del cuerpo, del esquema corporal en definitiva, para la vida mental. El esquema corporal es un elemento fundamental en el proceso de desarrollo y crecimiento, en la individuación y diferenciación de la persona hasta adquirir su propia identidad. El esquema corporal participa no sólo de todos los avatares y circunstancias de la evolución y crecimiento mental, sino que además es básico para los procesos de maduración y aprendizaje. Su participación en estos procesos es tanto como sujeto de la maduración como objeto de la experimentación y de la realización práxica.

Freud (1923) sugería que del cuerpo y de la superficie corporal parten hacia la conciencia simultáneamente percepciones tanto internas como externas y estímulos de todos los tipos: nociceptivos, enteroceptivos, propioceptivos así como toda la amplia gama de sensaciones sensorio-motrices. El dolor también desempeña una relevante función en esta toma de conciencia corporal, ya que a través de las enfermedades y su acompañamiento doloroso adquirimos noticia de los órganos internos y su estado. Mediante este conjunto de estímulos y sensaciones polimorfos llegamos a obtener una representación general del propio cuerpo. Esta representación será la síntesis de:

1º la aportación sensorial, sensual, táctil y visual del propio cuerpo;

2º de la imagen postural del cuerpo en movimiento, operando sobre lo que te rodea, adquiriendo experiencia de las capacidades motrices mediante la manipulación del medio, obteniendo pruebas de su agilidad, coordinación, habilidad, fuerza... y

3º de la figuración estética mediante la identificación de elementos tales como la voz, el olor del propio cuerpo... (Torras, 1985).

Freud (1923) se pregunta sobre la relación existente entre el cuerpo y la personalidad y concluye que: «Él Yo es sobre todo una esencia-cuerpo, no es sólo una esencia-superficie, sino, él mismo, la proyección de una superficie». Esta farragosa expresión viene a destacar la cualidad corporal del Yo desde los inicios de la vida psíquica, el Yo es ante todo un Yo corporal. Como apostilla Strachey en su comentario a este concepto freudiano. «O sea que el Yo deriva en última instancia de sensaciones corporales, principalmente las que parten de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo, entonces, como la proyección psíquica de la superficie del cuerpo, además de representar, como hemos visto antes, la superficie del aparato físico». Así podemos establecer una primera afirmación: que el cuerpo adquiere su representación mental en el Yo, convirtiéndose en una parte substancial de éste y por tanto uno de sus primeros objetos internos, uno de sus primeros elementos constitutivos alrededor del cual se irá organizando.

El conjunto de sensaciones y estímulos de la superficie corporal se proyectan en el Yo, adquiriendo así el carácter de representación mental del cuerpo, dando lugar a una imagen corporal que formará parte indisociable del mismo, que se nuclea alrededor de la proyección de esas experiencias. El cuerpo como superficie es la matriz a partir de la cual se desarrollará la noción de una identidad personal. Llamaremos esquema corporal a esta representación del cuerpo en la mente, constituyéndose como objeto nuclear del conjunto de la personalidad, influenciándola mediante las experiencias que se producirán en su recorrido o periplo vital.

Si bien al principio las experiencias vitales se presentan poco organizadas, posteriormente se articularán e integrarán, favoreciendo la adquisición y concienciación de unos límites corporales mediante la noción y vivencia de la piel (E. Birck, 1970) como revestimiento externo que alberga un contenido interno. La experiencia de la piel proporciona la primera prueba de que en el mundo corporal y psíquico existe un continente y un contenido.

No todas las partes corporales tienen la misma representación mental, sino como se recoge en el homúnculo de Penfield, hay partes que tienen una mayor representación por ser más significativas por las experiencias tanto neurofisiológicas como las emocionales en su intercambio con la figura de la madre. Ejemplo de ello lo tenemos en la significativa representación de las mucosas labiales, boca, cara, manos... donde se yuxtaponen la riqueza madurativa neurofisiológica en estas zonas y el hecho de ser las vías de relación primarias con el mundo externo, en el intercambio con la madre.

Greenacre (1958) consideraba que la imagen corporal es esencial para la formación del núcleo incipiente de la personalidad, para la constitución de la imagen de uno mismo y del logro de la identidad, siendo la cara y los genitales las zonas más importantes, y en consecuencia con una mayor representación. Pero subraya que la toma de conciencia del self corporal dependerá básicamente de dos aspectos:

  • Uno interno derivada de la estructura intrínseca organizativa neurológica del cuerpo.
  • Y otro externo, consecuencia de la toma de conciencia de la forma y características de la superficie corporal, que dependerá a su vez de la influencia de los factores relacionales con la madre. La madre con sus cuidados y el contacto con la piel del bebé contribuye decisivamente al conocimiento de estos atributos externos y a su valoración como elementos clave.

Podemos resumir destacando la importancia que tiene para el desarrollo y evolución del propio esquema corporal las propias sensaciones internas producto de la maduración neurofisiológica y las sensaciones externas proporcionadas por los cuidados de las figuras parentales con el conjunto de afectos, emociones y sentimientos que de tales intercambios se deducen (Mahler y McDevitt, 1982). Lo define claramente J. De Ajuriaguerra (1965) cuando afirma que el esquema corporal es el resultado de la total organización cognitiva y afectiva del sujeto y que por ello en el concepto del propio cuerpo se pueden diferenciar:

  • El cuerpo como es conocido como objeto y sujeto de la actividad cognitiva.
  • Y el cuerpo tal como es experimentado como objeto y sujeto de la actividad afectiva.

Mushatt (1975) va más allá cuando sugiere que la formación de una imagen corporal se produce por el depósito de imágenes y símbolos de figuras externas claves para el individuo, internalizadas para la fusión de sus estímulos con las percepciones sensoriales. Es básico para la formación e integración de una imagen corporal no sólo el equipamiento sensorio-perceptivo neurofisiológico adecuado sino su sinergia con los aspectos emocionales, sus apuntalamientos con los fenómenos eminentemente psíquicos de la relación del bebé con la figura de la madre. Esta imbricación cuerpo-mente nos habla de la interrelación entre los estados mentales con el cuerpo, de cómo el cuerpo es representado psicológicamente pero también de la corporalidad de las representaciones psíquicas, es decir de la autorrepresentación corporal de las funciones mentales, de cómo un acto mental puede llegar a representarse como un fenómeno corporal.

Si la mente está vinculada al cuerpo, también el desarrollo de la mente está unida al desarrollo del cuerpo (Wollheim, 1989). El esquema corporal es el resultado de las proyecciones de la superficie corporal en el Yo, pero esa misma superficie servirá como una pantalla para la proyección de los diversos y complejos conflictos psíquicos que pudieran acaecer. Esto nos abre las puertas al extenso campo de la patología psicosomática.

El esquema corporal es el factor de identidad que representa el cuerpo. Nuestra identidad, la toma de conciencia de nuestra propia entidad individual, de nuestro self en definitiva, dependerá de la integración en un único esquema corporal de esas parciales sensaciones corporales y de esas experiencias emocionales de relación a ellas ligadas, mediante la función sintética del Yo. Esta mejor integración del plurifuncionalismo corporal permite un mayor sentido de la identidad individual y una mayor y mejor diferenciación de los demás.

El desarrollo y maduración del esquema corporal y de la identidad se produce con fluctuaciones entre estadios de una mayor integración y diferenciación a otros más indiferenciados y desintegrados. Si el esquema corporal inicialmente se limita al cuerpo y sus sensaciones sin capacidad de discriminación simbólica, gradualmente se irán diferenciando para convertirse el esquema corporal en un símbolo.

A lo largo de la vida se van produciendo fluctuaciones entre un esquema corporal simbólico y un Yo corporal asimbólico donde la representación mental del cuerpo pierde su naturaleza simbólica y se convierte en una cosa en sí misma. Este fracaso en la constitución de un esquema corporal simbólico abocará a cuadros clínicos que encontraremos en la patología psicosomática y en la patología psiquiátrica de pacientes severamente perturbados (E. Torras, 1985).

EL DUELO Y SUS VICISITUDES

Freud (1917) nos sugiere que el duelo es por regla general una reacción frente a la pérdida de un ser querido o de alguna abstracción como la patria, la libertad, determinados ideales, etc. Caracteriza al duelo como una labor psíquica que se manifiesta por la presencia de:

  • Un sentimiento de dolor psíquico intenso.
  • Una pérdida de interés por el mundo exterior que rodea al sujeto que ha sufrido la pérdida.
  • Una pérdida de la capacidad de amar.
  • Y una inhibición de toda productividad que no tenga que ver o que gire alrededor de la memoria de la persona perdida.

Posteriormente se preguntará por lo que distingue la labor del duelo como esfuerzo psíquico específico y encontrará que:

1º Una gradual retirada de la líbido de todos sus enlaces con ese objeto perdido, verificando una y otra vez que el ser querido no existe.

2º Esta labor requiere tiempo y energía psíquica, a veces de manera absorbente, lo que supone todo un esfuerzo, dedicación y compromiso emocional.

Klein (1935 y 1940) apunta que la manera de afrontar las pérdidas y de realizar la labor de duelo, dependerá de tres experiencias vitales:

  • Haber tenido y vivenciado buenas experiencias infantiles de ser cuidado, de haber experimentado una buena relación con el mundo exterior, de confianza hacia él, lo que redundará en una mayor confianza de afrontar las pérdidas y de restablecer un equilibrio en su mundo interno.
  • Haber experimentado el predominio de los sentimientos amorosos hacia los demás y hacia uno mismo, sobre los sentimientos de frustración, de cólera, odio y rabia que harán perder los sentimientos de confianza y aceptación realista, sustituyéndolos por sentimientos de desconfianza, generándose ansiedades paranoides hacia el mundo externo y de desconfianza de la propia bondad.
  • Y que haya experimentado la capacidad de reparar el daño efectuado a los demás y el padecido internamente, lo que estimulará sentimientos de confianza y resignación ante las pérdidas y una disposición a trabajar en su aceptación.

El individuo gradualmente y poco a poco tiene que ir comprobando que esa parte de su cuerpo ya no existe, que la pérdida es una realidad y que la tiene que ir aceptando lentamente, a costa del dolor emocional causado por el reconocimiento de que una parte de sí mismo ya no existe. No sólo tiene que aceptar la pérdida, hecho de por sí laborioso, sino también que es una parte de sí mismo la que se ha perdido, como un anticipo de la muerte como pérdida de la totalidad. El significado de la pérdida de una parte de uno mismo como una pequeña o parcial muerte anticipada es lo que caracteriza la dificultad del duelo en estas circunstancias. Si a esto le añadimos que la pérdida se ha producido de un modo súbito, inopinado e imprevisto en un contexto accidental con un verdadero peligro de muerte global, de peligro para la propia integridad total y absoluta, podemos entender los escollos que tiene que enfrentar el sujeto en su labor de duelo.

La pérdida simboliza la muerte parcial de la muerte total que hubiera podido suceder y que en muchos casos ha alcanzado a otros compañeros de trabajo o de viaje en el mismo accidente. El accidente traumático ha significado una pérdida de una parte del cuerpo, una muerte parcial de una parte de sí mismo.

Inicialmente predominará un estado de euforia de haber sobrevivido, de haber vencido a la muerte que quizás ha afectado a otro compañero, de alegría de seguir vivo. En el peor de los casos esa euforia estimulará y facilitará una huida maníaca, negando pérdidas y triunfando sobre la muerte, venciendo omnipotentemente sobre el accidente y sus secuelas, lo que representará la imposibilidad de elaborar el duelo por lo acaecido. No es ésta la evolución más frecuente sino la esporádica, dependiendo de la personalidad. Habitualmente la persona va enfrentando los hechos, asumiendo el dolor por lo sucedido, tomando conciencia de lo que ha pasado y de lo que podría haberle ocurrido, entrando en un fase depresiva, indicándonos así el inicio de su labor de duelo hasta lograr metabolizar y aceptar las pérdidas.

El dolor psíquico puede ser tan abrumador que el paciente busca un culpable que le permita asimilarlo, un culpable a quien responsabilizar, como tentativa de encontrar una explicación para algo de tan funestas y dolorosas consecuencias. Si se aferra a esta actitud iniciará un desarrollo que puede cristalizar en una ideación paranoide orientada a la búsqueda de una satisfacción por el daño sufrido. Si los sentimientos hacia la propia persona y hacia el propio cuerpo eran ambivalentes, pueden generar autorreproches y se buscará un culpable, que a diferencia de lo descrito anteriormente, ya no lo encontrará fuera sino dentro de él mismo. El propio paciente se hace culpable y responsable del accidente, añadiendo una dificultad más al dolor depresivo. Esta actitud puede generar conductas expiatorias para calmar o intentar apaciguar los autorreproches, mediante el mantenimiento del sufrimiento físico, obstaculizando inconscientemente las medidas rehabilitadoras o cualquier otra terapéutica encaminada a la mejora de su calidad de vida.

Si entre los factores que predominan en la personalidad del paciente encontramos rasgos y perfiles narcisistas, la pérdida corporal resulta intolerable. La pérdida supone tal herida narcisista que su aceptación resulta imposible, indigerible, bloqueando el duelo. La experiencia es de humillación y vergüenza ante los demás. Los gestos y comportamientos se orientan hacia la disimulación del muñon, llegando en ocasiones a no salir de casa para no ser visto por vecinos y amigos, manteniéndose aislados y encerrados en una situación autista. Se culpa al muñón del fracaso vital. No se culpa a nadie de fuera o a sí mismo, sino al muñón como causante del cambio y la transformación operada en su vida. Este reproche puede dar lugar a conductas autolesivas, castigando a ese muñón considerado responsable, empeorando aún más si cabe el estado físico, obligando a nuevas medidas terapéuticas que conlleva ampliar la zona de amputación, entrando en un círculo vicioso de difícil solución.

El duelo puede verse también obstaculizado en aquellas personas que encuentran en el accidente y sus repercusiones la causa en la que justificar su fracaso en la vida. Sus limitaciones personales pueden verse negadas. Su fracaso encuentra su razón de ser por el accidente que se convierte así en el motivo exculpatorio de tantos sinsabores vitales. Se proyecta en el accidente la responsabilidad de no haber logrado determinadas metas en la vida. Estas personas inconscientemente han obtenido el accidente que necesitaban, y al igual que los personajes de Pirandello iban en busca de su accidente.

El aforismo freudiano de que la sombra del objeto recae sobre el Yo, contiene la idea de la incorporación del objeto en el Yo. Freud parece considerar que esta incorporación es un fracaso del duelo en la medida en que el sujeto no ha logrado desligarse libidinalmente del objeto y sustituirlo por otro. Abraham (1924) considera que esta introyección del objeto en el Yo también se da en el duelo normal. La introyección del objeto perdido y albergado en el Yo forma parte de la labor de duelo y tiene la finalidad emocional de mantenerlo vivo en su interior. Si este proceso de introyección se realiza, predominando los sentimientos amorosos hacia el objeto, el Yo saldrá enriquecido psíquicamente de esa experiencia, pero si predominan los sentimientos de hostilidad, el decurso que seguirá el duelo irá hacia un cuadro melancólico. El duelo debería facilitar que mediante esta introyección se mantenga vivo internamente la parte o la función corporal perdida, permitiendo la reorganización emocional de la personalidad que abra nuevas posibilidades de contenidos para su vida futura.

EMERGENCIA TRAUMÁTICA Y PÉRDICA CORPORAL

Freud (1920) consideraba que en los accidentes graves lo que les otorgaba su cualidad traumática era el factor sorpresa. El accidente se convierte en traumático por lo imprevisto, por lo inesperado del mismo, un suceso repentino y brutal. El sujeto se verá anegado por el terror desencadenado al afrontar un peligro súbito de muerte, de aniquilación de la propia existencia, frente al que se siente inerme, impotente de responder adecuadamente, incapaz de metabolizar toda esa ansiedad de muerte en un breve plazo de tiempo.

Disponemos de una protección psíquica que nos protege de la llegada de estímulos excesivos del mundo exterior. Cuando se produce una excitación intensa, con fuerza suficiente como puede ser el terror por el peligro de aniquilación y la propia ansiedad de muerte, puede perforar esa barrera protectora y el aparato psíquico resultará inundado por esos grandes volúmenes de estímulo y de ansiedad e incapaz de metabolizar y de canalizar todo ese conjunto.

La tarea que se impone al psiquismo es la de intentar dominar, ligar psíquicamente y dar salida encauzada a esos volúmenes de excitación que han penetrado tan violentamente. Su labor será tramitarlos, es decir fijarlos psíquicamente para no dejarlos libres en el organismo con su carga de letalidad, modificando su estado de libre fluir hacia un estado aquiescente. Ante una situación traumática como las descritas el individuo tiene que hacer frente inicialmente al estado de shock psíquico que supone el accidente y la pérdida corporal consiguiente. Deberá tramitar y canalizar esos enormes montos de ansiedad de muerte que se han generado y que han roto las barreras protectoras, perforando los límites entre los diversos territorios psíquicos.

Estos pacientes que han sufrido una experiencia de accidente que los ha confrontado con el terror, sueñan repetidamente con la situación traumática. Sus sueños vuelven una y otra vez al accidente, despertando con renovado terror. Soñando repetidamente con lo acaecido buscan recuperar el dominio de algo que desborda su capacidad de asimilación. Buscan canalizarlo, metabolizarlo, dominar esa experiencia inopinada, desarrollando una angustia onírica que le permita tratar lo inesperado y súbito como algo anticipado y así prepararse a recibirlo.

En ocasiones el paciente no puede ni soñar con el accidente, manteniéndolo como una experiencia emocionalmente congelada. En estos casos podemos augurar un peor pronóstico en la medida en que se encuentran inermes para canalizar y dar salida psíquicamente a tales impactos emocionales. Su respuesta es la negación. Negar la realidad de lo sucedido, negar las pérdidas corporales ocasionadas y sus consecuencias emocionales de dolor y depresión. Se encontrarán exaltados, ligeramente hipomaníacos, dedicándose en los primeros días, y semanas incluso, de hospitalización a animar a sus familiares. En estos casos el personal sanitario detecta las repercusiones y el pronóstico de tal actitud. Es una huida psíquica y cuanto mayor sea esa huída, mayor serán las dificultades para la elaboración del duelo. Esta huída psíquica en la negación repercutirá gravemente en el proceso de rehabilitación.

El dolor del miembro fantasma es la expresión del dolor de la memoria o la memoria del dolor. En estas primeras etapas, la presencia del fenómeno del miembro fantasma de aquella parte del cuerpo repentinamente perdida, está al servicio del mecanismo de la negación, ya que su presencia es vivida como una demostración que anula la pérdida. La parte del cuerpo sigue ahí, sus sensaciones no le engañan y dan pie a la creencia en el éxito de la restauración de su imagen corporal, que más que una restauración es una recreación negadora, maníaca y omnipotente de sí mismo.

En otras circunstancias o en otros momentos evolutivos del duelo por la pérdida corporal, el fenómeno del miembro fantasma nos indica los esfuerzos compensatorios para restaurar la imagen corporal, poniendo de manifiesto la estrecha relación existente entre este fenómeno y la inervación motora voluntaria ya que donde no existe un movimiento voluntario intencional no se produce el fenómeno del miembro fantasma. El aparato psíquico se resiste a aceptar la pérdida y el miembro fantasma es una manera gradual de encontrar la compensación a la misma hasta que poco a poco se impone el principio de realidad y la labor de duelo se va estableciendo.

Poco a poco se inicia un acercamiento a la realidad, dando lugar a sentimientos de desesperación y de cólera por lo que ha sucedido, de hundimiento emocional, de melancolización que estimula las conductas y comportamientos regresivos, predominando el egocentrismo, compadeciéndose de sí mismos. La vivencia emocional es que se ha cometido una gran injusticia con ellos. No era justa la pérdida corporal ni la forma en que se ha producido, surgiendo de ahí un tono de resentimiento vindicativo hacia los demás: familiares, personal sanitario, etc., incluso contra las instituciones sociales que tiene que compensarle de la injusticia cometida.

Una forma de manifestar ese anhelo de justicia vindicativa es a través de la tiranización con que trata y se dirige hacia los que le rodean, exigencia de atención, cuidados y todo tipo de satisfacciones. Exigencias incluso de compensaciones económico-sociales que alientan acciones paranoides, querulancias incluso por vía jurídica, así como manifestaciones de sinestrosis de cara a la obtención de un beneficio económico secundario. Esta respuesta paranoide junto a la victimización personal conlleva una encronización tanto física como mental ya que se bloquean las posibilidades tanto de recuperación física como de avanzar en la elaboración del duelo, que permitiría desplegar las restantes capacidades funcionales de formas más satisfactorias para su autonomía en un futuro.

La situación traumática borra límites y diferencias logradas en el desarrollo entre el self y el objeto, se diluyen en ocasiones las separaciones entre los diversos territorios psíquicos y emocionales. Ante la pérdida pueden surgir sentimientos de culpa, de vergüenza de mostrar el muñón a los ojos de los demás, lo que lleva a ocultarlo, disimulándolo en una amplia variedad de modos. Dependiendo del grado de importancia de la identificación narcisista con el propio esquema corporal, variará la conducta hacia aquella parte del cuerpo que el muñón pone en evidencia, puede suscitarse rabia y odio.

Se focaliza en la parte lesionada la hostilidad y responsabilidad de la desgracia del sujeto. En estas circunstancias se hace insoportable la pérdida, se convierte en un estigma acusador y prueba palpable de la herida narcisista que no podrá cicatrizar. Se acompañará en ocasiones de manifestaciones autorreferenciales, consistente en el sentimiento de que los ojos de todos los que le rodean están focalizados en la heridas, que éstas resultan lo más evidente de su cuerpo y que será señalado así por los demás. Esa hostilidad puede llevar incluso a agresiones físicas que complican la evolución médica de las heridas. Se les hace responsables del cambio en la vida de la persona y como causantes de tales desgracias deben sufrir castigo. Esa parte del cuerpo se transforma en ajena, no perteneciente al propio esquema corporal y por lo tanto se transforma en un objeto malo, odiado y perseguidor, del que debe defenderse mediante actividades claramente autolesivas.

En otras ocasiones la parte perdida y dañada se convierte y se identifica con la representación global del esquema corporal. Se establece una relación y un trato como si fuera un bebé necesitado de exquisitos cuidados. Trata a su muñón como un bebé frágil, delicado y vulnerable, que debe cuidar, acunar, y proporcionarle todos los mimos posibles e incluso puede presentar elementos defensivos de erotización.

MATERIAL CLÍNICO

El primer caso que describiremos se trata de una mujer cerca de la treintena que había sufrido un atropello por una motocicleta en vía urbana, que le produjo la fractura del maxilar superior con lesiones cicatriciales apenas visibles en el labio superior. Eran éstas las que más le alteraban.

En la infancia había presentado una desviación de la línea dentaria lo que había obligado a que la madre la llevara al odontólogo que fijó una prótesis metálica. Rechazó la prótesis, quitándosela cuando estaba en el colegio, lejos del control materno. Sólo se la ponía en presencia de la madre por lo que prácticamente su eficacia terapéutica fue nula. Le provocaba «mucho complejo» el llevar «unos hierros en la boca». A pesar de tener los dientes sobrepuestos prefería esta opción al riesgo de verse rechazada por los «hierros». No obstante y pocos años antes del accidente se tuvo que someter a una intervención quirúrgica porque necesitaba una amplia corrección dentaria ya que la prótesis infantil no aportó nada. Se dispuso a la intervención animada con la idea de que en caso contrario no podría disfrutar de las relaciones sexuales ya que ningún hombre desearía besarla en la boca tal como la tenía.

Se sentía impotente y desesperanzada ante el accidente porque los odontólogos que ha consultado le han dicho que no se podrían corregir los defectos dentarios postraumáticos, que «no me pondrían los dientes en su sitio» ya que la fractura del maxilar había afectado seriamente las raíces dentarias y en esas condiciones no soportarían nuevas manipulaciones quirúrgicas. Se quejaba de intensos dolores en los dientes y en las mucosas labiales, sintiendo que no podía morder, teniendo que realizar la ingesta con la muelas porque los incisivos no tenían fuerza, como si sólo fueran un adorno, feo e inservible. Todo ello generaba un sufrimiento sobreañadido en la medida en que había limitado sus actividades y su vida en general.

Había afectado fundamentalmente a sus relaciones sexuales, no pudiendo ni dar ni recibir besos por el intenso dolor de mucosas y dientes. Temía que en época estival no podría tomar el sol, porque si lo hiciera quedaría en evidencia la cicatriz de su labio superior. Se sentía atemorizada de salir a la calle y encontrarse con gente conocida que le pudiera preguntar: ¿Qué tienes en la boca?, ¿Has tenido fiebre?, ¿Es un herpes eso que tienes en la boca? ¿Tienes una pupa o una pansa? Temía dar explicaciones y comentar que no era un herpes ni pupa ni resultado de ninguna infección, sino una cicatriz de un accidente. Para evitar este continuo sufrimiento emocional había optado por ponerse la mano en la boca, soslayando así que le hicieran preguntas que pudieran hacer referencia a esos procesos «asquerosos» y que la gente se apartara por el asco que suscitaría su boca.

Cuando iba en transporte público se tapaba disimuladamente la boca con la mano porque en el caso en que no lo hiciera así, creía ser el centro de atención y de las miradas de todos los pasajeros, que murmurarían sobre la «asquerosidad» de su boca. Esperaba con anhelo alguna acción quirúrgica que pusiera fin a su sufrimiento «porque no puedo pasar así el resto de mi vida, con esta cicatriz encima del labio y que todo el mundo me esté mirando con asco».

Sueña con frecuencia que: los dientes se le vuelven porosos y de color naranja, se deshacen y se le caen o bien que los tiene torcidos y cada vez se tuercen más hacia los lados hasta que se le caían.

Sufría ansiedades agarofóbicas ya que cada vez que salía a la calle le entraban crisis de pánico, máxime cuando oía el ruido del motor de motocicleta, experimentando que las calles se transformaban en una jungla llena de peligros inesperados que pudieran asaltarle y atropellarle de nuevo. Sólo se sentía a salvo en lugares cerrados o en su casa. En la calle los dolores cervicales se exacerbaban y aunque llevaba un collarín temía que sus vértebras se desmenuzaran al mínimo contacto.

Su columna vertebral en general, y las vértebras cervicales en particular no las sentía como un eje sólido, más bien al contrario, y ni siquiera la presencia de corsés y protectores le proporcionaban la seguridad suficiente. Sueña en repetidas ocasiones que sale con su novio de excursión y se cae y se parte la cabeza, o bien que va a trabajar en su labor de administrativa, mareándose delante del ordenador, desplomándose su cabeza frontalmente hacia la pantalla, que se rompe con el impacto.

Se sentía muy deprimida, desanimada, angustiada y llena de dolor, un dolor interno «que puede conmigo» y «me derrota», «un dolor que tengo desde que me levanto hasta que me acuesto». Sentía temor de que el personal sanitario se riera de ella cuando explicara su dolor, que hiciera el ridículo. Se avergonzaba de su dolor.

Vemos como una situación traumática actual se asienta sobre una conflictiva infantil, de rebeldía hacia la figura de madre, de lucha por desprenderse de esos hierros que tanto le afeaban. Nos habla de su necesidad de ser querida, amor que sentía tan frágil que podría perderlo ante cualquier defecto físico. Temores que el traumatismo del maxilar superior reaviva con inusitada intensidad, movilizando sus ambivalencias y culpas por su rebeldía infantil, sintiéndose señalada ante el mundo, coloreándose sus dientes de color naranja, donde se focalizará su conflictiva emocional. No podrá seguir siendo una mujer, rechazada con asco por todos, volviéndose a sentir atropellada emocionalmente por el medio que le rodea, vulnerable a sus comentarios y críticas, aflorando un conjunto de vivencias de estirpe paranoide, centradas en el fracaso en conseguir ser una mujer adulta atractiva y deseable, afán que arrastra en rivalidad con la madre desde la infancia. Todo ese dolor y el peso emocional que supone no lo puede soportar. Nos habla de su vivencia de fragilidad, de que sus vértebras se deshacen, su cabeza se cae por el volumen y dimensión de su dolor y pena sin que nadie, ni el novio ni los miembros del equipo terapéutico sean un soporte emocional válido para ella o signifiquen un elemento contenedor.

El segundo caso se trata de un hombre que media la cuarentena y que trabaja como monitor en talleres para personas afectas de algún tipo de discapacidad, y que realiza trabajos de investigación para el diseño y desarrollo de nuevas prótesis. Sufrió un accidente en el taller cuando estaba investigando unos modelos experimentales, sufriendo la amputación traumática de la primera falange del primer dedo de la mano derecha. Goza de un enorme prestigio internacional por su labor en pro de la reinserción social de las personas con discapacidades físicas. Ha recibido diversos premios por sus investigaciones en el desarrollo de nuevas prótesis, en diversos certámenes y foros internacionales.

A pesar de su contacto diario y a su labor profesional orientada a la mejora de la calidad de vida de personas discapacitadas, cuando sufrió su amputación, se hundió en una sima melancólica. No podía tolerar ni aceptar ser un discapacitado más, emergiendo hacia ellos unos sentimientos de aversión y de desprecio profundo. Ser igual que aquellos a los que internamente menospreciaba con pasión le resultaba intolerable, convertirse el mismo en uno de ellos provocaba en él un odio y un sufrimiento narcisista insoportable.

Esta actitud de intolerancia hacia su status y hacia su mano donde se evidenciaba la amputación le llevó a abandonar los ámbitos sociales y laborales donde hasta ahora había transcurrido su vida, alejándose así de lo que había constituido hasta ese momento su medio natural. Su mano se había convertido en la mano de Frankestein, una mano monstruosa que le perseguía en su amor propio con su mera realidad. Decía que una manzana podrida puede llegar a pudrir el manzano entero, y por tanto su dedo marcado por la amputación estaba pudriendo su vida.

Durante el proceso de recuperación y ejercicios de rehabilitación se pusieron en evidencia actitudes y comportamientos de claro significado autoclástico, maltratando y castigando a esa mano que se había convertido en la causante de todas sus desgracias. Debido a sus conocimientos y preparación técnicos sugirió al traumatólogo un intento restaurador que consistía en la colocación de un fijador externo que permitiera gradualmente incrementar en unos pocos milímetros la longitud del dedo, y lograr así realizar en mejores condiciones la función de pinza y de prensión entre el primer y segundo dedo de su mano, alimentando la esperanza de una reconstrucción mágica-omnipotente y negadora del traumatismo sufrido. Sin embargo se le tuvo que suspender esa medida ya que el paciente, no respetando las indicaciones médicas y los plazos de tiempo para ir logrando ese ligero desplazamiento, había sometido a su dedo a disposiciones de hiperextensión peligrosas, que no sólo eran inútiles para sus fines, sino que podrían repercutir negativamente para el funcionamiento global del dedo y de su mano.

Viendo el fracaso en los intentos de reconstrucción maníaca se encontró abocado a un proceso que incluía el duelo por el dedo y la aceptación de la pérdida. Su intolerancia y su rechazo hacia lo que consideraba una enorme humillación hicieron imposible esta labor mental. Ya que internamente no podía aceptar su estado, ya que más bien generaba intenso rechazo y odio, comienza a alejarse de todo aquello que constituía su vida. En particular procuraba evitar las manifestaciones de afecto e interés de las personas discapacitadas con las que trabajaba. Este alejamiento no fue suficiente, quería huir de toda su vida anterior, de todo aquello que le hiciera presente su discapacidad. Abandonó a su esposa e hijos, se marchó de su ciudad, buscando refugio en la ciudad donde había nacido pero en donde no conservaba familiares ni relaciones, ni nadie conocido que le pudiera señalar su mano. La solicitud de la familia y de los profesionales que le atendía fue infructuosa. No consiguieron que cambiara de actitud ni un ápice.

Vemos en este caso la herida narcisista que supuso el traumatismo, lo intolerable de la pérdida y el odio que emergió hacia los discapacitados. Después de varios intentos baldíos de restaurar y deshacer el trauma, después de su fracaso en lograr una reorganización mental que posibilitara la aceptación de su estado, no le cabía alternativa que cambiar el mundo externo. En una fantasía omnipotente de volver a nacer, dándose a sí mismo a luz, vuelve a su población originaria. Ya que no podía contener y acoger la pérdida sufrida, ya que no podía efectuar esos cambios mínimos internos, tenía que cambiar externamente su vida.

COMENTARIO FINAL

La pérdida corporal es una realidad irreparable física y emocionalmente. Pero nuevas investigaciones en neurofisiología y con los datos aportados por los estudios realizados mediante la Tomografía por Emisión de Positrones (PET) se ha podido concluir que en las personas que han sufrido una pérdida corporal se produce en su corteza cerebral una reorganización y una reestructuración en aquellas zonas que representan las partes perdidas. De igual modo y siguiendo el camino que nos marca la naturaleza, nuestra labor consiste en aceptar que nuestros pacientes no toleren sus pérdidas, que se llenen de resentimiento o que proyecten en alguien o en alguna circunstancia externa (la fábrica, la máquina...) la responsabilidad última de lo acaecido, pero también en intentar que puedan conmoverse por ellas, porque haciéndolo así podrán lograr un mínima reorganización emocional que les libere o atenúe su dolor psíquico, de transformarla en saber y aceptación tolerante, convirtiendo ese saber y tolerar en contenido de su vida para el porvenir, abriendo nuevas posibilidades llenas a su vez de nuevos contenidos.

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