Informaciones Psiquiátricas - Cuarto trimestre 2000. Número 162

Interacciones asistenciales en la enfermedad de Alzheimer

Manuel Martín Carrasco
Director Médico.
Clínica Psiquiátrica Padre Menni (Pamplona).

INTRODUCCIÓN

La enfermedad de Alzheimer (EA) constituye la forma más frecuente de los síndromes demenciales del anciano. Fue descrita en 1907 por Alois Alzheimer, un neuropsiquiatra alemán perteneciente a la escuela de Munich, y durante la mayor parte del siglo XX se le consideró como una forma relativamente rara de demencia precoz.

A partir de la década de los sesenta, los trabajos de la escuela inglesa de psiquiatría y especialmente del grupo de Newcastle, con nombres tan significativos como los de Roth, Blessed o Kay, pusieron de relieve que la mayoría de los pacientes diagnosticados de la entonces denominada «demencia senil», que se atribuía a alteraciones vasculocerebrales estrechamente ligadas al propio envejecimiento, presentaban un cuadro clínico y unas características neuropatológicas similares a las descritas por Alzheimer.

Este hallazgo revolucionó la concepción de la demencia en el anciano. La teoría de que la demencia era una consecuencia inevitable de la vejez empezó a tambalearse, al establecerse que un alto porcentaje de los casos era consecuencia de una enfermedad que también se presentaba en sujetos más jóvenes. Hallazgos posteriores han permitido confirmar que la enfermedad de Alzheimer es una entidad patológica propia, con un riesgo de presentación no homogéneo entre la población, como sería de esperar si fuese una mera consecuencia del envejecimiento.

Sin embargo, el interés por la EA está indefectiblemente unido a un cambio sociodemográfico característico de la especie humana en este final de milenio: el envejecimiento de la población. Este fenómeno es la clave para entender la magnitud del problema de las demencias, teniendo en cuenta que la edad es el principal factor de riesgo para la presentación de un síndrome demencia.

El problema se presenta de forma especialmente acuciante en los países desarrollados, situados en la llamada «tercera fase de evolución demográfica», por la mayor esperanza de vida y la menor tasa de natalidad. Sin embargo, la esperanza de vida también ha mejorado en muchos países en vías de desarrollo, por lo que pronto habrán de enfrentarse al problema con unos recursos sociosanitarios con frecuencia calamitosos6. En 1980, la población mundial era de 4.370 millones de personas, de los que 250 millones tenían una edad igual o superior a 65 años (5,8%). De acuerdo con las proyecciones de las Naciones Unidas, para el año 2025 será de 8.200 millones, y el número de ancianos habrá alcanzado los 761 millones (9,3%); el 70% de ellos estará en países en vías de desarrollo. La situación en nuestro país se integra en lo esperado en los países desarrollados (Instituto Nacional de Estadística): para el 2025 se espera una población anciana de 8,1 millones (19%), contra los 6,3 previstos para el 2002 (17%) (figura 1).

Por lo que respecta a la prevalencia del síndrome demencial, a expensas fundamentalmente de la EA, las cifras aumentan desde el 1% a los 60 años hasta los 32-38% a los 90, con una prevalencia global en la población de edad igual o superior a los 65 años del 10%. Es decir, que la prevalencia se dobla cada 5,1 años desde los 60 hasta los 90 años, mientras que lo que ocurre a edades avanzadas extremas permanece sin dilucidar. Hay que tener en cuenta que aunque la incidencia de la EA permanezca constante, los avances médicos y la mejora en la calidad de cuidados pueden hacer que su prevalencia esté aumentando, al eliminar otras causas alternativas de muerte y prolongar la esperanza de vida de los sujetos afectados. Por estas razones, el número de afectados de EA puede pasar en nuestro país de los 200.000 que existen en este momento a más 300.000 en menos de treinta años.

Otro cambio sociodemográfico de importancia para la asistencia de la enfermedad de Alzheimer en los países occidentales es el número creciente de ancianos que viven solos (figura 2), lo que se relaciona a su vez con las bajas tasas de natalidad y los cambios en la organización familiar (ej. Tendencia a la familia nuclear, movilidad geográfica por razones laborales en los más jóvenes, incorporación de la mujer al mundo laboral). Lógicamente, las necesidades de recursos institucionales de un anciano que desarrolle una demencia van a ser muy superiores en el caso de que viva solo.

Por otra parte, la EA también se caracteriza por el elevado coste que genera su asistencia, especialmente en las fases avanzadas de la misma. La tabla I nos muestra los resultados de algunos estudios sobre el tema. A pesar de que la comparabilidad de los trabajos se ve disminuida por distintos problemas metodológicos, la conclusión de que la enfermedad de Alzheimer tiene un alto coste es general, especialmente en los estudios que incluyen tanto los costes directos —derivados de la asistencia directa a los pacientes— como los indirectos, u originados por la pérdida de productividad relacionada con la enfermedad. Otra conclusión general es que la mayor parte del coste, hasta el 66% en algunos estudios, se emplea en financiar los cuidados institucionales, especialmente los programas de residencia asistida. Si comparamos el coste de la enfermedad de Alzheimer con otras patologías frecuentes de la vejez (figura 3), nos encontramos que la EA ocupa un lugar relativamente modesto entre las causas de mortalidad directa, pero que en cuanto al coste se encuentra entre las patologías más relevantes. Este fenómeno es común a otras entidades, como la diabetes, caracterizados por la evolución crónica e irreversible y por provocar un alto grado de incapacidad entre las personas afectadas. En consonancia con estos hechos, el crecimiento del coste de la EA ha sido imparable en todos los países occidentales en las últimas décadas; como muestra de ello, la figura 4 nos muestra la evolución del coste total en los EEUU.

Por último, pero no menos importante, otro factor que aumenta la importancia social de la EA es la sobrecarga de los familiares o cuidadores de los pacientes, que constituye el denominado «coste intangible» de la enfermedad para los estudiosos de la economía de la salud15. En la actualidad, tras 20 años de estudios sobre el tema, existe una evidencia sólida de que la experiencia de cuidar a un paciente con demencia en el domicilio entraña una serie de riesgos para la salud física y mental16. Distintos autores han encontrado que los cuidadores de pacientes con demencia presentan una prevalencia más alta de trastornos como depresión, ansiedad o insomnio que el resto de la población, lo que se traduce, por ejemplo, en tasas más altas de consumo de psicofármacos. A su vez, el estrés del cuidador se traduce en un deterioro de la calidad de cuidados y en un aumento del riesgo de institucionalización.

PRINCIPIOS ASISTENCIALES EN LA ENFERMEDAD DE ALZHEIMER

Uno de los errores que se cometen con mayor frecuencia al realizar cualquier tipo de planificación en el campo de la salud consiste en dejar de lado el problema clínico que se plantea, atendiendo en primer lugar, por ejemplo, las necesidades que se derivan de la propia estructura organizativa sanitaria. Para evitar este riesgo, conviene que tengamos en cuenta las características de la EA que tienen una repercusión importante sobre la organización de la asistencia.

La tabla II recoge algunas de estas características. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la EA es una enfermedad crónica, con un curso que en la actualidad, en países occidentalesa, se prolonga durante 7-10 años. Las estructuras asistenciales deben prever, por lo tanto, un contacto prolongado con los servicios de salud. Por otra parte, la sintomatología de la enfermedad es muy variada —síntomas cognitivos, psiquiátricos y neurológicos—, y además va cambiando a lo largo del curso de la misma. Podemos encontrarnos desde una fase inicial en la que el paciente mantiene un alto nivel de capacidades intelectuales y de autonomía personal —en la que, de hecho, todavía no está resuelto el problema del solapamiento con el envejecimiento normal—, hasta una fase terminal en la que la vida puede llegar a un estadío vegetativo. Lo mismo podemos decir de los síntomas no cognitivos de la enfermedad, como la depresión o la ideación delirante, o de los trastornos del comportamiento, aunque en este caso, a diferencia de los síntomas cognitivos, suelen presentar su tasa máxima de prevalencia justo antes de la fase final. Esta naturaleza clínica polimorfa y cambiante de la enfermedad debería traducirse, por ejemplo en una flexibilidad y diversidad de servicios, para dar la respuesta adecuada a cada fase de la misma.

Es obvio señalar que la inmensa mayoría de los enfermos con EA son ancianos o muy ancianos (figura 5). Pero ello trae aparejado una serie de problemas ineludibles, unos de tipo médico, como la presencia de patología somática múltiple o polimedicación, y otros de tipo social, como la soledad o el propio envejecimiento de los cuidadores. Otras facetas de la enfermedad que precisan de una respuesta asistencial específica son la repercusión sobre los cuidadores, a la que ya nos hemos referido, y la frecuencia con que plantea dilemas de tipo ético y legal. Por ejemplo, es probable que la enfermedad de Alzheimer sea la entidad clínica que dé lugar a mayor número de juicios por incapacidad.

Por último, hay que señalar la incorporación de terapéuticas eficaces en la EA como un hecho con repercusión asistencial indudable, aunque los resultados en el área cognitiva sean todavía relativamente modestos. Sin duda estamos todavía al comienzo de una nueva era en el tratamiento de la EA, como lo demuestra el gran número de nuevas moléculas en estudio (figura 6), pero ya en el momento actual la introducción de los anticolinesterásicos y la aplicación de otros nuevos psicofármacos a la EA, como los antidepresivos ISRS o los antipsicóticos atípicos, ha supuesto un cambio radical en el tratamiento de la enfermedad. Indirectamente, la disponibilidad de estos agentes tiene otras repercusiones asistenciales. Por ejemplo, subraya la necesidad de un diagnóstico precoz y obliga a los profesionales a aumentar sus conocimientos sobre la enfermedad y sus nuevas posibilidades terapéuticas.

Teniendo en cuenta estas características, podemos enumerar una serie de principios asistenciales, que posteriormente nos sirvan como puntos de referencia a la hora de efectuar un planteamiento de ordenamiento asistencial y terapéutico en la Enfermedad de Alzheimer (tabla III). En primer lugar hay que señalar la importancia del diagnóstico precoz en función de la aplicación de terapias eficaces, a lo que acabamos de referirnos. Por otra parte, diagnosticar supone en medicina dar carta de naturaleza a un determinado problema clínico, reconocer su existencia. En una enfermedad en la que el nihilismo terapéutico y asistencial es un riesgo constante, el diagnóstico es la mejor herramienta para combatir este peligro. Por otra parte, hacerlo de forma precoz abre el camino no sólo hacia la terapéutica, sino hacia la prevención, el verdadero objetivo en la lucha contra la enfermedad.

El diagnóstico en una fase temprana de la enfermedad posibilita también la participación del paciente en la planificación de su tratamiento y en la toma de decisiones asociadas a la evolución de la enfermedad. Por ejemplo, en decisiones acerca de la posible institucionalización, testamentarias, inclusión en protocolos de investigación, donación de órganos, etc. La participación del paciente puede verse lejana en España, donde la mayoría de los diagnósticos se hacen todavía en fase avanzada, y donde el paternalismo o aplicación desproporcionada del principio de beneficencia del paciente en detrimento del principio de autonomía es común en la relación médico-enfermo y familia-enfermo. Sin embargo, un estudio reciente mostraba que aunque el 83% de los familiares de pacientes con EA no deseaba que se informase a éstos del diagnóstico, el 71% quería que a ellos mismos sí se le informara si llegaran a padecer la enfermedad, y el 75% se mostraba dispuesto a aplicarse una prueba predictiva si se dispusiera de ella. Es evidente el derecho de los pacientes de EA de conocer su enfermedad, si están todavía en condiciones de comprenderlo; parafraseando a Brice Pitt en su artículo ya citado: «no es cuestión de sí, sino de cómo».

Un tercer principio nos sitúa frente a la multidimensionalidad del enfoque terapéutico y asistencial en la EA. Para entenderlo, podemos servirnos del esquema reproducido en la figura 7. En ella se representan tres ejes o dimensiones que se encuentran presentes siempre en el paciente, pero con mayor o menor importancia según el estado clínico y la situación sociofamiliar. Existe una dimensión que va desde lo terapéutico, entendido aquí en sentido estricto como las medidas que persiguen la desaparición de síntomas, hasta lo rehabilitador, o medidas que persiguen el mantenimiento de funciones o la prevención del deterioro. Otro eje va desde lo biológico, donde incluiríamos los tratamientos farmacológicos u otras terapias biológicas, hasta lo psicológico, donde situaríamos las terapias que utilizan primordialmente las capacidades y recursos psíquicos del paciente. La tercera dimensión va desde lo individualc, donde consideraríamos todas nuestras intervenciones en cuanto afectan a individuos, hasta lo sociofamiliar, donde incluiríamos los resultados beneficiosos sobre el entorno, dadas las repercusiones tan graves que tiene la EA sobre los familiares y la sociedad en su conjunto. Otra posible dimensión o eje a considerar es la que va desde lo ético hasta lo legal, aspectos que se plantean muy frecuentemente en el tratamiento de la EA, especialmente en la fase final EAd.

Por ejemplo, podemos analizar una intervención terapéutica como la prescripción de un fármaco inhibidor de la colinesterasa. En el primer eje, se trataría de una medida con cierta acción terapéutica, pero fundamentalmente rehabilitadora, dado que el mayor beneficio de estos tratamientos parece estar en el retraso del deterioro. En el segundo eje, se trataría de una intervención biológica, que persigue modificar el sustrato biológico de la enfermedad. En el tercer eje, nos encontraríamos con beneficios tanto en el ámbito individual, obviamente, como en el familiar, al retrasar la pérdida de autonomía, e incluso social, puesto que existen evidencias de que este tipo de tratamientos pueden retrasar la institucionalización y disminuir los costes asistenciales.

Por último, existen consideraciones éticas y legales sobre este tipo de tratamientos. Entre las primeras, podemos formularnos cuestiones sobre cuando iniciar o suspender el tratamiento. Por ejemplo, sobre la conveniencia de utilizarlo como tratamiento preventivo en pacientes con deterioro cognitivo significativo, pero que aún no ha alcanzado el nivel suficiente como para ser diagnosticado de demencia. Por el contrario, también pueden surgir dudas sobre el momento adecuado para suspender el tratamiento, cuando el paciente se encuentra en una fase avanzada de la enfermedad. Entre las segundas, nos encontramos con las disposiciones administrativas en algunas Comunidades Autónomas (CCAA) limitando la prescripción de estos fármacos a especialistas no neurólogos (i.e. psiquiatras y geriatras).

El mantenimiento del paciente en su entorno habitual, con su consecuencia ineludible de soporte a los cuidadores, es un principio asistencial de la enfermedad de Alzheimer por varias razones. En primer lugar, es el deseo, y quizás también el derecho, prácticamente unánime tanto de los pacientes —cuando están en condiciones de manifestarlo— como de los familiares. En segundo lugar, en la medida que la EA disminuye las capacidades cognoscitivas del sujeto, resulta más importante mantener un ambiente estable y reconocible, en el que el paciente pueda orientarse durante el mayor tiempo posible. En tercer lugar, el ingreso en centros residenciales puede acompañarse de un aumento de la mortalidad y de la presencia de problemas psiquiátricos, como la depresión. Por último, la institucionalización supone también un coste económico creciente para el conjunto de la sociedad, que puede llegar a ser difícil de soportar. Pese a estas razones, no cabe duda que los programas residenciales ocupan un lugar muy importante en el conjunto de los servicios para enfermos con EA. En muchos casos, constituyen incluso la mejor opción disponible y es recomendable el ingreso. Pero su funcionamiento debe mejorar en muchos aspectos (Ej. tratamiento de los síntomas psiquiátricos y comportamentales), y de ninguna manera pueden considerarse como la única alternativa para la asistencia a la EA.

El soporte a los cuidadores pasa por el desarrollo de los recursos comunitarios, especialmente de la Ayuda a Domicilio y de los recursos intermedios: Centros y Hospitales de Día. Más adelante volveremos a ocuparnos de ellos. Pero también pasa por la atención a los síntomas psiquiátricos de la EA, especialmente la agitación, la agresividad y el insomnio, que tienen una importancia crucial a la hora de decidir finalmente el paso hacia la institucionalización.

Por último, consideraremos la pluralidad de recursos asistenciales y especializaciones terapéuticas, y su consecuencia del principio de continuidad de cuidados. La necesidad de una variedad de recursos asistenciales es evidente al tratarse de una patología evolutiva, con diferentes estadios evolutivos y un alto grado de heterogeneidad clínica dentro de los mismos, y situada en contextos sociofamiliares muy diferentes. Otro dato que nos indica la necesidad de recursos variados es la saturación del recurso tradicional —la residencia asistida— incluso en aquellas zonas que se han distinguido por la abundancia de medios. Tomando el ejemplo de Navarra, la tabla IV nos muestra como se encuentra entre las CCAA mejor dotadas en plazas, lo que no ha impedido, sin embargo, la creación de una lista de espera creciente para ocupar plazas de residencia asistida, incluso teniendo en cuenta que las tasas de institucionalización son en general bajas en España, si se comparan con otros países europeos. Incluso considerando la residencia asistida como el único recurso válido, la creación de estructuras de apoyo a los cuidadores sería necesaria como medida paliativa en tanto se cumple el periodo de espera. Si partimos del principio de mantenimiento del entorno, su creación es imprescindible.

La existencia de una serie de recursos asistenciales diferenciados obliga, a su vez, a que se establezca un principio de continuidad de cuidados. Esto es, a la coordinación de los diferentes recursos para evitar problemas como los «vacíos asistenciales» en el paso de un recurso a otro, o las actuaciones redundantes o discordantes con el paciente o sus familiares. Esta necesidad de coordinación se deja sentir con más fuerza ante la tradicional separación de los recursos asistenciales para la EA en «sociales» y «sanitarios», que suma los problemas burocráticos a otros males como los prejuicios o la rivalidad entre administraciones.

ORGANIZACIÓN ASISTENCIAL PARA LA TERAPÉUTICA DE LA ENFERMEDAD DE ALZHEIMER

Pese al enorme peso que tienen las demencias dentro de los trastornos psicogeriátricos, no existen razones en nuestra opinión que justifiquen la creación de sistemas asistenciales diferenciados. La asistencia a la EA debe inscribirse en el conjunto de la asistencia a los ancianos. En los llamados «Estados del Bienestar», entre los que nos encontramos, la atención a los problemas de salud de los ancianos se encuentra dividida en dos áreas: Servicios Sanitarios y Servicios Sociales. Una de las lacras de esta forma de organización es que con frecuencia la coordinación entre ambas áreas es deficiente. Sin embargo, no es menos cierto que el trabajo conjunto es una condición imprescindible para conseguir una buena atención para los trastornos psiquiátricos del anciano, y por lo tanto, para las demencias. En España, el denominado «Acuerdo Marco» firmado el 14 de Diciembre de 1.993 entre el Ministerio de Asuntos Sociales y el Ministerio de Sanidad y Consumo supone la base legal para la coordinación sociosanitaria.

Idealmente, las áreas sanitaria y social deben organizarse formando «redes asistenciales», o conjuntos diversificados de dispositivos asistenciales que obedecen a unos objetivos comunes y participan de una estructura organizativa integrada, aunque suelen existir numerosas deficiencias en la coordinación dentro de las mismas redes, tanto en el campo sanitario como en el social. Quizás otra característica que debamos apuntar al referirnos a las instituciones psicogeriátricas en nuestro país sean las enormes diferencias en el desarrollo de estos recursos que se están abriendo entre las diferentes comunidades autónomas, según su nivel de riqueza y de desarrollo cultural y social.

En general, la atención se lleva a cabo a través de los servicios generales de Salud y Bienestar Social que existen para el conjunto de la población, y de los servicios específicos para ancianos, especialmente desarrollados en el área de los servicios sociales. Hay que señalar el carácter artificioso de esta separación, puesto que, se le atienda donde se le atienda, el enfermo demenciado lo sigue siendo, y su incapacidad no es resultado de ningún problema social, sino de la propia enfermedad. A continuación revisaremos algunos aspectos de la red asistencial sanitaria relacionados con la atención a las demencias.

En cuanto a la atención sanitaria general, toda la población mayor de 65 años tiene derecho a asistencia sanitaria. La cobertura pública de la asistencia sanitaria es amplia en nuestro país, pero la atención a los ancianos se realiza —en el ámbito primario como secundario y terciario— de un modo general, sin apenas recursos específicos ni programas sanitarios dirigidos a este grupo de población.

ATENCIÓN PRIMARIA (AP)

En el nivel primario, a pesar de existir un Programa de Atención Integral al Anciano en Atención Primaria para el territorio INSALUD y en distintas CCAA, no se encuentra suficientemente desarrollado. La atención domiciliaria, a pesar de su importancia en la atención sanitaria a esta edad, se realiza bajo demanda, y no se poseen, salvo excepciones, ningún medio integrado en los planes asistenciales a este nivel, con lo que el principio básico de continuidad de cuidados no suele cumplirse.

Sin embargo, el papel de la AP en la atención a las demencias es fundamental. Las funciones más importantes se esquematizan en la tabla V: en esencia, se trata de asumir un papel de coordinación y supervisión de las estrategias terapéuticas adoptadas. En primer lugar, el equipo de AP, con la necesaria formación y dotación de medios, debería efectuar en primer lugar una labor de selección de sujetos con posible demencia, remitiéndolos a una Unidad de Demencias para su diagnóstico preciso. Posteriormente, debe encargarse de la coordinación de la atención domiciliaria41, y de otros recursos de apoyo comunitario, como los Centros de Día, en colaboración con las Unidades de Trabajo Social de Base.

Lógicamente, otra función consistiría en la prevención y tratamiento de las complicaciones médicas, frecuentes en los pacientes con demencia (Ej. Caídas, infecciones, desnutrición, inmovilidad, incontinencia, comorbilidad con otras patologías, etc.). En este sentido, hay que destacar que las complicaciones médicas agravan el curso de la EA, dando lugar a situaciones de progresión acelerada del deterioro cognitivo o a la aparición de cuadros superpuestos de delirium. Con frecuencia los episodios de delirium tienen origen iatrogénico; por ejemplo, el mero ingreso hospitalario o el empleo de medicamentos con propiedades anticolinérgicas. Por ello, el equipo de AP debe monitorizar y armonizar el tratamiento farmacológico de los pacientes, incluyendo medicamentos que no hayan sido prescritos originalmente por el propio equipo.

Otra de las funciones consiste en remitir al paciente a los servicios especializados (geriatría, neurología, psiquiatría) según los problemas clínicos que presente el paciente y/o la disponibilidad de dichos servicios, tanto en el ámbito ambulatorio como de hospitalización. La «remisión» de un paciente no debe suponer su «derivación», en el sentido de pérdida de contacto con el equipo de AP. Por el contrario, es el contacto con la atención especializada el que tendría un carácter transitorio, más o menos prolongado según la naturaleza del problema y su evolución, pero siempre manteniendo la vinculación del paciente con AP.

Además de estas funciones, que podemos considerar «típicamente» médicas o sanitarias, el equipo de AP tiene que implicarse en el soporte de la relación de cuidados, lo que implica el aconsejamiento y participación ante circunstancias específicas. Dentro de esta función podemos encontrarnos con tareas tan variadas como la información y educación del paciente y cuidadores, el asesoramiento sobre la prohibición de actividades peligrosas (Ej. conducción de vehículos) o decisiones legales (Ej. incapacitación, otorgamiento de poderes, etc.). Las Asociaciones de Familiares cumplen una función destacada en el soporte de los cuidadores, y el contacto y la colaboración con ellas forma también parte de las tareas del equipo de AP.

Por último, la cercanía con el paciente y su entorno convierte al equipo de AP en un detector sensible de situaciones de abuso y negligencia de los pacientes con demencia. Estas situaciones no son por desgracia infrecuentes, aunque probablemente sólo salgan a la luz el 10% de los casos. Las similitudes con el maltrato de niños son numerosas, especialmente el hecho de que el agente del abuso suele ser una persona cercana al paciente; sin embargo, la sensibilidad social, tan despierta en el caso de la infancia, permanece embotada con los ancianos. Los médicos, no sólo los de Atención Primaria, comunicamos pocos casos de maltrato en ancianos, por diversas razones (Ej. Incomodidad ante los familiares, desconocimiento de la ley, limitaciones de tiempo, y convicciones equivocadas acerca de la falta de capacidad para el diagnóstico del maltrato). El tomar postura ante el abuso de los ancianos es una asignatura pendiente del conjunto de la medicina geriátrica en España.

ATENCIÓN ESPECIALIZADA

La importancia de la Atención Primaria en la atención a las demencias es ampliamente reconocida en general, pero, en cambio, no existe unanimidad acerca del papel que deben jugar la atención especializada, tanto en el ámbito internacional como en el nacional. Me ceñiré aquí a la situación en España, puesto que las circunstancias en otros países son muy diferentes.

En atención especializada se cuenta con tres especialidades médicas clínicas interesadas en la atención a las demencias: Geriatría, Neurología y Psiquiatría. Tradicionalmente, ha existido una competencia abierta entre ellas acerca de cuál adquiere el papel predominante en el campo de las demencias. Actualmente, cada una de las tres especialidades mantiene un área como propia (figura 8) y disputa las restantes a las demás. Las expectativas de desarrollo del campo de las demencias, debido a factores como los cambios demográficos, el creciente interés social y la introducción de terapias eficaces, pueden contribuir a enconar el debate.

En mi opinión, esta controversia es estéril y carente de sentido, y creo que en este punto coincido con la mayoría de los profesionales que trabajan en la clínica, atendiendo a diario pacientes con demencia. El elemento central en la atención a las demencias debe ser el equipo de atención primaria, y la atención especializada ha de coordinarse con él, ofreciéndole una serie de recursos, servicios y capacidades técnicas entre las que tendrá que elegir la más adecuada al problema clínico planteado, si no puede resolverlo por sí mismo. Ninguna especialidad posee por sí misma todas las soluciones; entre todas, quizás puedan encontrarse algunas.

EL PAPEL DE LA PSIQUIATRÍA EN LA ATENCIÓN A LAS DEMENCIAS

Frente al interés creciente de otras especialidades por las demencias, hay que manifestar claramente que la Psiquiatría ha descuidado relativamente esta área de la patología mental, pese a la gran tradición que le une a ella.

Las causas remotas de este desinterés hay que buscarlas en la ruptura entre la Psiquiatría y la Neurología del tronco común de la Neuropsiquiatría, a comienzos del siglo xx. Esta separación asignaba a la Neurología aquellas enfermedades mentales en las que se encontraba una base orgánica, y de esta manera, patologías como la epilepsia, la enfermedad de Parkinson, o la neurosífilis, atendidas tradicionalmente en los hospitales psiquiátricos, fueron decantándose hacia la Neurología. Mientras tanto, la atracción de las teorías psicodinámicas y psicosociales alejaba a la Psiquiatría del modelo médico, haciendo cada vez más extraño el ocuparse de las demencias, que encajan perfectamente en el mismo.

Estas circunstancias han cambiado en las últimas décadas. Los avances en el conocimiento de las bases genéticas y moleculares de las enfermedades mentales han revitalizado la aplicabilidad del modelo médico en Psiquiatría, apareciendo corrientes tan significativas como la denominada Psiquiatría Biológica. Significativamente, el DSM-IV ha eliminado la denominación de trastornos mentales orgánicos, reconociendo implícitamente que no hay muchas razones para afirmar que, por ejemplo, una demencia deba llevar el apellido «orgánico» y no lo merezca en cambio la esquizofrenia.

En consecuencia, cada vez más, el papel de la Neurología y la Psiquiatría en las patologías no va a venir dado por el carácter «orgánico» o «psíquico» de las mismas sino por lo que cada especialidad pueda aportar al diagnóstico y tratamiento de las mismas, en un contexto cambiante y evolutivo de la práctica médica y de la asistencia sanitaria en general. Por lo tanto, la cuestión no es si la Enfermedad de Alzheimer es un trastorno «neurológico» o «psiquiátrico», sino qué pueden aportar las especialidades al conocimiento de la enfermedad y, e definitiva, a los pacientes que la padecen.

Pero hay también causas próximas del desinterés de la Psiquiatría por las demencias. Este hecho se encuentra dentro de un fenómeno más general, como es la infrautilización de recursos psiquiátricos por parte de los ancianos. La tabla VI recoge alguna de las causas del mismo.

En primer lugar, hay que referirse la presencia de actitudes de prejuicio hacia los ancianos. Autores como Butler o Strejilevich han señalado que los mitos, prejuicios y estereotipos de nuestra sociedad —denominados en conjunto como «ageism» en la literatura anglosajona y que traduciremos por senectismo— afectan al sistema de salud en su conjunto, y a la asistencia psiquiátrica en particular. En nuestra sociedad, los enfermos psiquiátricos ancianos sufren el doble estigma de la ancianidad y de la enfermedad mental. La actitud senectista afecta al reconocimiento por parte de la opinión pública, de los profesionales y de los responsables de la política sanitaria de las necesidades reales de los ancianos en materia de salud mental. Una manifestación común de este fenómeno es la creencia de que la vejez se acompaña inevitablemente de alteraciones psicopatológicas, especialmente el deterioro cognoscitivo, por lo que, cuando éstas se presentan, se enfocan desde la resignación, y no como enfermedades psiquiátricas que deben ser diagnosticadas y tratadas.

Otro aspecto a tener en cuenta es la ausencia de planificación de la asistencia en Psiquiatría Geriátrica. No es un asunto de ahora. Una de las críticas más extendidas y mejor documentadas hacia los planes de reforma psiquiátrica que cambiaron el panorama de la asistencia psiquiátrica en España a lo largo de la década de los setenta y ochenta es el olvido de los grupos especiales de población —los niños y los ancianos— con la creación de las denominadas «bolsas negras asistenciales».

Por desgracia, relegar a los ancianos no constituye ninguna novedad. Aunque la vejez ha sido reconocida como un factor de riesgo para recibir una mala atención sanitaria en general, quizás este hecho sea más cierto en el caso de la Psiquiatría que en ninguna otra rama de la Medicina. En EEUU, un estudio reveló que los sujetos mayores de 65 años reciben menos del 4% de las consultas psiquiátricas, mientras que en el conjunto de otras especialidades médicas representan alrededor del 20% de las consultas. Esto no significa que los ancianos con enfermedades psiquiátricas no sean tratados, sino que lo son por médicos sin adiestramiento psiquiátrico. El estudio antes citado encontró que cuatro de cada cinco pacientes ancianos con un diagnóstico psiquiátrico era tratado por un médico no-psiquiatra.

Todavía más impresionantes, las cifras derivadas del estudio ECA (Epidemiological Catchment Area) muestran que el porcentaje de consultas médicas para recibir atención por problemas de salud mental sufre un acusado declive con la edad, de manera que del 8,7% en personas menores de 65 años se pasa al 1,4% en los mayores de 75. Los ancianos recibían la atención en salud mental principalmente de médicos de atención primaria en el contexto de una visita por síntomas físicos.

Por lo que respecta a nuestro país, un estudio sobre el consumo de psicofármacos entre la población anciana de Navarra encontró que los médicos de cabecera se encargaban con mayor frecuencia que los psiquiatras de la prescripción de psicofármacos a pacientes ancianos, aunque las cifras distaban de alcanzar las proporciones de los trabajos estadounidenses. Como dato interesante, los médicos de cabecera no se realizaban prácticamente nunca una prescripción inicial de neurolépticos a sujetos jóvenes, mientras que si se trataba de ancianos —en casos correspondientes con toda probabilidad a demencias con trastornos del comportamiento— el porcentaje alcanzaba el 50%. Otro estudio realizado en nuestro medio también encontró cifras de utilización de servicios psiquiátricos por parte de los ancianos superiores a los de otros países. Ello indicaría, que, aún persistiendo la tónica general, la población anciana participaría más de la atención psiquiátrica en nuestro país que en otros puntos.

Este uso escaso de los servicios psiquiátricos puede atribuirse a un prejuicio de los propios ancianos, obteniendo la conclusión de que los servicios ya existen, pero que los ancianos no los utilizan. Con ello la responsabilidad del problema se sitúa en los ancianos, lo cual puede ser cierto en algunos casos, pero de ninguna manera debe hacer olvidar la obligación del sistema de salud de intentar resolver el problema, y no conformarse con la autoexculpación.

Estrechamente relacionado con el punto anterior, nos encontramos con la escasez e inadecuación de servicios. No suele reconocerse la necesidad de servicios psiquiátricos especializados para los ancianos, y cuando se hace, suelen asignársele los recursos más obsoletos o estigmatizados. Por ejemplo, en España no es infrecuente que, tras la reforma psiquiátrica, los antiguos hospitales psiquiátricos hayan sido transformados en centros psicogeriátricos. Afortunadamente, existe una creciente tendencia a la creación de servicios y recursos en Psiquiatría Geriátrica, especialmente en los países nórdicos y anglosajones. Por ejemplo, la tabla VII nos muestra un ejemplo de la dotación de plazas y servicios recomendada por el Colegio Británico de Psiquiatras.

La atención a ancianos suele englobarse dentro de los servicios para adultos, y, sin duda, muchos ancianos son tratados acertadamente en servicios de psiquiatría general. Sin embargo, los programas asistenciales se diseñan por lo general teniendo en cuenta principalmente las necesidades de pacientes más jóvenes, y rara vez se cuenta con protocolos específicos para los ancianos ni con personal especializado. Sin una formación adecuada, es difícil reconocer con precisión o responder con eficacia a los problemas que presentan los pacientes ancianos. Por ejemplo, puede resultar especialmente difícil la realización de intervenciones en crisis dentro de las residencias asistidas, o el trabajo coordinado con los servicios sociales, actuaciones con frecuencia imprescindibles en la atención a demencias.

Por otra parte, la mera existencia de recursos no asegura su eficacia. La tendencia a planificar y ofertar servicios para los ancianos como si constituyeran un grupo homogéneo de población constituye una grave amenaza para una correcta atención, lo que resulta especialmente cierto en el caso de las demencias. Ya nos hemos referido a cómo los pacientes con demencia forman un grupo clínicamente heterogéneo, que requiere una diversidad de servicios de salud mental. La tabla VIII nos muestra una serie de recursos asistenciales específicos, clasificados según el estadío evolutivo de la demencia.

La desmedicalización de la atención, con la constitución de equipos multidisciplinarios no siempre bajo una dirección médica, ha constituido una de las característica universales de las reformas en el campo de la salud mental en España, especialmente en el sector público. Este hecho puede constituir un obstáculo para la atención psiquiátrica de los ancianos. La razón para ello radica en que las complejas relaciones entre trastornos psiquiátricos, neuropsiquiátricos y enfermedades físicas que con frecuencia presentan los ancianos difícilmente pueden valorarse y atenderse correctamente desde una perspectiva no psiquiátrica. En consonancia con esta afirmación, el estudio de Artamendi sobre la atención psicogeriátrica en Navarra, encontró que los psiquiatras son los profesionales que más se encargan de la atención psicogeriátrica en el conjunto de los Centros de Salud Mental de Navarra, muy por encima de otros profesionales, especialmente de los psicólogos, cuya contribución a la atención de ancianos era notablemente escasa. De esta manera, en la población mayor de 65 años el psiquiatra era responsable del 54,5% de las consultas, por el 9,8 del psicólogo, mientras que en la población menor de 65 años, el psiquiatra se responsabilizaba del 28,4% de las consultas y el psicólogo del 22,2%.

Sin embargo, la necesidad del carácter multidisciplinario de los equipos asistenciales en psiquiatría geriátrica está bien establecida. Comparados con los pacientes más jóvenes, los ancianos presentan con una frecuencia mucho mayor un solapamiento de patologías. La comorbilidad entre demencia y problemas físicos no es la excepción, sino la regla, y con frecuencia un agravamiento en el curso de la demencia está provocada por un empeoramiento de la situación física y viceversa. Así mismo, la presencia de conflictos en la relación con familiares, o personal asistencial en el caso de ancianos residentes en instituciones, pueden conducir a la aparición y/o exacerbación de los trastornos psiquiátricos y comportamentales de las demencias. Estos fenómenos hacen necesaria la valoración y el tratamiento multidisciplinarios —incluyendo aspectos psíquicos, sociales y somáticos— de las demencias, lo que no debe estar reñido con la dirección y orientación médica de los equipos, que, al menos en la atención psicogeriátrica, parece imprescindible.

Por último, la accesibilidad de los servicios es uno de los aspectos más importantes a la hora de mejorar el tratamiento de la demencia. Esta accesibilidad se consigue a través de un proceso de concienciación de la necesidad de ofrecer servicios psiquiátricos especializados a los ancianos, y depende, entre otros factores, de la localización de los servicios, de los sistemas de detección de casos, y de la existencia de canales de comunicación y de sistemas de trabajo coordinado entre los distintos servicios y recursos que componen las redes de atención en psicogeriatría (figura 9).

En cuanto a la localización de los servicios, es de gran ayuda la ubicación de los servicios psiquiátricos dentro de un contexto médico sanitario más amplio. Por ejemplo, es conveniente que los equipos de atención primaria y salud mental estén próximos. De esta forma se facilita la comunicación y la derivación de casos, se transmite al paciente la idea de que es tan natural recibir atención física como psíquica, y además se evita el prejuicio de acudir a un centro «exclusivamente» psiquiátrico.

Otro aspecto central es la detección de nuevos casos. Entre los sistemas de detección se incluyen la posibilidad de efectuar visitas domiciliarias, de acudir periódica y frecuentemente a los centros residenciales, y de responder a las demandas de centros sociales u otros recursos asistenciales o recreacionales (ej. Club de ancianos). Cada nueva derivación inesperada de pacientes con demencia debe ser analizada para intentar descubrir si se trata de una remisión esporádica, o de si encierra un sistema potencial de detección de nuevos casos.

La fragmentación de las redes asistenciales, tanto sanitarias como sociales, constituyen un grave obstáculo para el acceso de los ancianos a los servicios psiquiátricos. Idealmente, cada recurso debería tener posibilidad de ofrecer una asistencia integral, pero dada la imposibilidad de este objetivo, es necesario poner énfasis en la coordinación con otros recursos complementarios, definiendo el papel de cada uno y los procedimientos de derivación. En el caso de las demencias, dada la frecuencia de casos de comorbilidad con trastornos somáticos, es frecuente la necesidad de una intervención conjunta entre servicios geriátricos y psiquiátricos, lo que ha llegado a cristalizar en algunos casos en unidades mixtas, como el ya clásico ejemplo del modelo de Nottingham.

Sin duda, este conjunto de circunstancias ha calado en muchos profesionales de la Psiquiatría, y no únicamente en España, hasta el punto de dejar de considerar la asistencia a las demencias como parte de su labor asistencial. Sin embargo, la importancia de la especialidad para la asistencia de esta patología es indudable. La Psiquiatría aporta un conjunto de habilidades y conocimientos que hoy por hoy son insustituibles para una atención adecuada de las demencias, tanto de los pacientes como de sus familiares (tablas IX y X). En este sentido, hay que señalar en primer lugar la necesidad de efectuar un diagnóstico diferencial con otros trastornos psiquiátricos, especialmente en las fases iniciales del síndrome demencial. Si la exploración neurológica, que no aporta nada al diagnóstico positivo de las demencias más comunes —por ejemplo, de la enfermedad de Alzheimer— es necesaria sin embargo para descartar la presencia de demencias secundarias, la exploración psicopatológica es imprescindible para establecer un diagnóstico diferencial con entidades tan comunes como el delirium o la depresión, y algunas menos frecuentes pero no raras como los trastornos paranoides del anciano.

Desgraciadamente, la visión reduccionista impuesta por el «paradigma cognitivo/mnemónico» de las demencias se traduce todavía en la definición de síndrome demencial en las clasificaciones de enfermedades CIE-10 y DSM-IV, de forma que no se operativizan el resto de trastornos psicopatológicos más allá de las alteraciones cognoscitivas. Sin embargo, la prevalencia de síntomas no cognitivos (Ej. Delirios, depresión, irritabilidad, angustia, etc.), con frecuencia denominados equivocadamente trastornos del comportamiento, cuando con frecuencia se presentan en ausencia de trastornos de conducta, es enormemente alta en ciertos tipos de demencia como la enfermedad de Alzheimer64 (tabla XI). Por otra parte, no es raro que dichos síntomas dominen el cuadro clínico, a veces años antes de que se manifiesten claramente los síntomas cognitivos. Además, son causa de tanto o más sufrimiento para el paciente y sus cuidadores que las alteraciones cognoscitivas, como lo demuestra el hallazgo repetido de que la sobrecarga de cuidador se correlaciona mejor con la intensidad de los síntomas no cognitivos que con el deterioro intelectual, y que decisiones tan importantes como la institucionalización del paciente se toman más en función de la presencia de trastornos del comportamiento que de la intensidad del síndrome demencial.

El descuido acerca de los síntomas psiquiátricos de las demencias se extendía desde el diagnóstico al tratamiento y a la investigación. Con anterioridad a 1992, sólo se habían publicado 7 ensayos clínicos randomizados sobre este tipo de síntomas, y de ellos únicamente uno en una residencia de ancianos, a pesar de que en este tipo de instituciones se encuentra una enorme prevalencia de este tipo de trastornos. Por lo demás, la investigación se veía además enormemente obstaculizada por la falta de instrumentos de medición clínica apropiados para este tipo de población.

Afortunadamente, estamos asistiendo en los últimos años a un renacer del interés por la psicopatología de las demencias, que se ha traducido en la aparición de más de una docena de instrumentos de evaluación específicos (tabla XII), y en un aumento considerable del número de trabajos y comunicaciones científicas. Sin embargo, existe todavía un ingente trabajo a realizar, dada la gran variedad de síntomas a evaluar —con sus consiguientes correlatos neurobiológicos— y los problemas característicos del tipo de población de estudio. Por ejemplo, Burns, en la tercera parte de una magnífica trilogía sobre los trastornos psiquiátricos en la enfermedad de Alzheimer, señalaba que alrededor del 60% de los pacientes de una población con EA manifestaba tener depresión cuando se le preguntaba directamente.

Los familiares de dichos pacientes reconocían la presencia de síntomas depresivos en únicamente el 43% de los casos, mientras que el psiquiatra apreciaba la presencia de síntomas depresivos en el 20%, y no detectaba ningún caso que cumpliera con los criterios de diagnóstico del DSM-III para la depresión. De esta manera, la prevalencia de depresión podía variar del 60% al 0% según el criterio elegido. Este tipo de problemas metodológicos hace enormemente valiosas las conferencias de consenso, como la realizada en 1996 en Virginia (USA) por la IPA (International Psychogeratric Association), de la que resultó el término BPSSP («Behavioral and Psychological Signs and Symptoms of Dementia»), un acrónimo que en realidad es un sinónimo de «trastornos psiquiátricos» o, más simplemente, de psicopatología.

Una de las consecuencias más importantes para la práctica clínica de este interés por la psicopatología de las demencias es el desarrollo de nuevas estrategias terapéuticas, superando el clásico nihilismo en torno a las mismas. Estas estrategias pueden agruparse en farmacológicas y no farmacológicas. En cuanto a las primeras, hay que recordar que siempre se han empleado numerosos psicofármacos para el tratamiento de los síntomas psiquiátricos de las demencias, con mayor o menor eficacia, aunque siempre muy superior a la desesperante falta de recursos terapéuticos ante el deterioro cognitivo. La introducción de los nuevos antipsicóticos y antidepresivos, con igual o superior eficacia que los fármacos clásicos pero mucho mejor tolerados, está suponiendo una de las grandes innovaciones en el campo terapéutico.

Desde comienzos de la presente década se dispone de estudios que demuestran la eficacia de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina para el tratamiento de los trastornos emocionales de las demencias. En cuanto a los nuevos antipsicóticos, como risperidona, olanzapina, sertindol y quetiapina, la experiencia clínica todavía es reducida, pero muy prometedora, señalándose no sólo un mejor perfil de efectos adversos, sino una actividad específica en ciertas demencias. Aunque todavía sean necesarios estudios más extensos y específicos, ya se cuenta con trabajos relevantes, como el estudio multicéntrico de Katz et al. comparando risperidona y placebo en 625 pacientes diagnosticados de EA o el estudio de Brecher, comparando haloperidol, risperidona y placebo en 344 pacientes ancianos con trastornos psicóticos.

Otro de los hallazgos significativos recientes consiste en que los fármacos antidemencia como tacrina, donepezilo o rivastigmina (inhibidores de la acetilcolinesterasa) también pueden resultar útiles en el tratamiento de trastornos no cognitivos, lo que supone una reformulación de la hipótesis colinérgica, que haría también responsable de los síntomas no cognitivos de la EA a las alteraciones de las vías colinérgicas. En cuanto a las estrategias no farmacológicas, también han conocido un desarrollo importante en los últimos años, con la puesta a punto de numerosas técnicas que cada vez van ganando en especificidad, validez y rigor metodológico. De hecho, la recomendación general consiste ahora en aplicar primero terapias no farmacológicas, para pasar en caso de síntomas resistentes a una administración conjunta de ambos tipos de técnicas.

Por último, otro apartado fundamental del papel de la psiquiatría en el tratamiento de la EA y otras demencias es la atención a los familiares de los pacientes. Los cuidadores de pacientes con EA y otras demencias experimentan altos niveles de malestar psíquico, lo que se manifiesta en estudios realizados en diferentes países, con diferentes métodos de evaluación, y con muestras de pacientes atendidos en diferentes recursos asistenciales: centros de día, cuidados a domicilio, o sin recibir cuidados formales. Los trastornos psiquiátricos del paciente constituyen el factor que predice en mayor grado y de forma más consistente el nivel de sobrecarga en el familiar y la aparición de morbilidad psíquica en el mismo, contribuyendo a explicar el 25% de la varianza de patología psiquiátrica entre los cuidadores. Esta relación se ha encontrado en estudios procedentes de numerosos países y, lo que es más importante, en diversos tipos de demencia, como EA, enfermedad de Parkinson, enfermedad de Huntington o demencia vascular.

Los cuidadores juegan un papel crucial en el tratamiento de los trastornos del comportamiento en las demencias, y pueden adquirir una gran destreza en la aplicación de técnicas para prevenir y tratar problemas de conducta. Por ejemplo, pueden aprender a evitar situaciones que desencadenan respuestas agresivas, o a reducir la intensidad de las mismas cuando se producen. A través de la educación y el adiestramiento, el cuidador puede reducir también la propia vulnerabilidad a sufrir alteraciones psicológicas, tanto por la reducción de las alteraciones psiquiátricas del paciente como por la mejora de su autoestima, de la confianza en su capacidad de cuidador o de su vivencia de control del entorno.

La colaboración entre los equipos de salud mental y los cuidadores puede ser enormemente beneficiosa, como lo demuestra un estudio realizado por Hinchcliffe et al. En este estudio randomizado con diseño cruzado se atribuían a cuidadores de pacientes con demencia un conjunto individualizado de recursos asistenciales, con los objetivos de disminuir la frecuencia y/o duración de trastornos del comportamiento, disminuir la exposición del cuidador a dichos trastornos, y mejorar su capacidad para manejarlos. El conjunto de medidas asistenciales («care package») incluía 12 horas de tiempo de un psiquiatra experimentado, tratamiento farmacológico para el paciente, asistencia a un centro de día, asistencia a un grupo de psicoeducación para el aprendizaje de técnicas de manejo de los trastornos del comportamiento, ayuda psicológica y/o psiquiátrica para el cuidador (podía indicarse el uso de medicación), y soporte por parte de la Sociedad de Alzheimer.

Únicamente se incluía en el estudio a cuidadores con puntuaciones superiores a 5 en el GHQ. Los cuidadores que recibían este conjunto de medidas experimentaban una reducción significativa de las puntuaciones del GHQ comparados con el grupo control de cuidadores en lista de espera para ingreso en una residencia asistida. Asimismo, los pacientes en el grupo tratado experimentaron una disminución significativa en la frecuencia e intensidad de los trastornos del comportamiento. Además, ningún cuidador cuyo familiar seguía manteniendo niveles altos de trastornos del comportamiento experimentó una mejoría significativa en su salud psíquica, confirmando que los trastornos del comportamiento tienen una influencia capital sobre la salud mental del cuidador.

Parece demostrado, por lo tanto, tanto la relevancia del estrés de los cuidadores como la eficacia de la intervención psiquiátrica sobre el mismo.

CONCLUSIONES

La Enfermedad de Alzheimer constituye uno de los retos sanitarios y sociales más importantes de las próximas décadas, especialmente para los países con una población más envejecida. La importancia del problema se deriva de una serie de características de la enfermedad, como son su alta prevalencia entre la población anciana, su carácter crónico y la heterogeneidad de los problemas clínicos y asistenciales que plantea.

Para afrontar adecuadamente la situación planteada, es preciso establecer una serie de principios asistenciales fundamentales, para posteriormente desarrollar una planificación de las redes asistenciales, sanitarias y sociales, que han de atender a los pacientes. El funcionamiento integrado y coordinado de dichas redes es una de las necesidades fundamentales para una asistencia correcta.

Dentro del campo sanitario, merece especial atención el papel que aguarda a la Atención Primaria, como lugar de detección de nuevos casos, de supervisión permanente de la evolución y de coordinación de los distintos recursos asistenciales que va a requerir el paciente. Ello requerirá una formación y dotación de medios específica. Por lo que respecta a la Atención Especializada, existe un debate abierto sobre el papel de distintas especialidades, como la Neurología, la Psiquiatría y la Geriatría. Sin embargo, la contribución de cada una de ellas es relevante, y no excluyente para las demás.

En concreto, la Psiquiatría ha prestado una atención escasa a la Psiquiatría Geriátrica en general y a las demencias en particular, por distintos motivos, algunos lejanos, como la adopción de modelos no médicos en la práctica psiquiátrica, y otros más cercanos, como el senectismo, la falta de planificación o la ausencia de recursos específicos. Sin embargo, estamos asistiendo a un aumento del interés de la Psiquiatría por el campo de las demencias, dada la importancia que tienen la patología psiquiátrica dentro de la sintomatología de algunas de las demencias más importantes, como la Enfermedad de Alzheimer, y la frecuente aparición de sintomatología psiquiátrica como manifestación de la sobrecarga de los familiares y cuidadores.

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